Al igual que la pandemia de la covid-19, el desastre de Eta desnudó un país cuya falta de preparación y profundas desigualdades vuelven a pasar factura a la población más pobre
Aquel miércoles 4 de noviembre, la lluvia tenía tres días seguidos de estar estremeciendo el cinc de la casa alquilada donde vivía Norberto Ábrego con su familia. “Para el mediodía vimos cómo crecía el agua. Tuvimos que dejarlo todo y huir”, cuenta este trabajador indígena de 22 años, cuando el huracán Eta golpeó con fuerza Cerro Punta, uno de los principales centros de producción agrícola en Panamá.
Ábrego llegó a Tierras Altas, provincia de Chiriquí, desde la comarca Ngäbe Buglé para trabajar el campo por $10 al día, con suerte unos $280 si trabaja toda la semana sin descanso durante un mes. Lo justo para apenas cubrir la canasta básica familiar de esta región, que ronda los $281.
De manos curtidas, complexión delgada y mirada cansada, Ábrego, como cientos de ngäbes, se encontraba en la finca del patrón en Tierras Altas cuando los efectos del huracán arrasaban en la zona con deslaves, inundaciones y ríos desbordados que tragaron todo a su paso. Ahora, sobrevive de donaciones en un salón de clases de la escuela secundaria de Volcán, uno de los 32 albergues habilitados en todo el país para atender a los más de 3,800 damnificados de un desastre que, como la pandemia de la covid-19, revela las profundas desigualdades y problemas no resueltos del país.
Según cifras preliminares del Sistema Nacional de Protección Civil (Sinaproc), después de casi 15 días de apertura de albergues –entre gimnasios, escuelas e iglesias–, la realidad salta a la vista: más del 60% de los afectados son indígenas, distribuidos entre las provincias de Chiriquí y Bocas del Toro. Un panorama que no sorprende al padre José Fitzgerald, párroco de Soloy, una de las localidades ngäbe más afectadas por Eta.
El paso del huracán Eta por Panamá solo vino a empeorar la situación de esta parte de la población. “Mucho antes del huracán la cosa estaba muy mal para la gente en la comarca. La mitad vive del agro de subsistencia y el resto trabajaba en comercios o como empleadas domésticas. Al cerrar todo por la pandemia tuvieron que volver, pero sus tierras están inundadas, algunas inhabitables”, explica el sacerdote vicentino, que tiene más de 13 años de trabajar en comunidades indígenas.
Los números son lapidarios. Según el Ministerio de Desarrollo Social, unos 55 de los 98 corregimientos más carenciados de Panamá están en la comarca, cinco de estos se ubican en Besikó y Müna, distritos duramente castigados por el huracán. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) señala que la población ngäbe registra el peor Índice de Desarrollo Humano, mientras que la pobreza multidimensional infantil triplica la media nacional y el 59,3% de los infantes no tiene una alimentación adecuada. Incluso ser madre es un riesgo; de acuerdo con Contraloría, la tasa país de mortalidad materna es de 3,3 mientras que en la comarca alcanza el 21, es decir, un mujer ngäbe tiene seis veces más probabilidades de morir al dar a luz que cualquier otra panameña.
“Se inundó en 2008 y ahora otra vez. Pedimos que nos reubicaran, pero no hubo respuesta”, dice la profesora Arlyn Iglesias mientras camina por el angosto tramo de barro y acera que dejó el río Fonseca, luego de llevarse la calle y el tendido eléctrico frente a la escuela primaria de Soloy. “Es un peligro para nuestros niños dar clases allí”, narra con tristeza la directora del plantel.
“Son los pobres los que más sufren cuando llega un desastre así. Los descalzos, los que terminan mordidos por las serpientes”, recuerda el padre en referencia a las palabras del arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, cuando hablaba sobre cómo la justicia –y las injusticias– cual víbora, al final, terminan siempre castigando a los más vulnerables.
La frase de Romero, conocido por su opción por los pobres y mártir de la Iglesia católica tras ser asesinado en 1980 por un escuadrón de la muerte de extrema derecha durante la Guerra Civil de El Salvador, reverbera como eco entre las comunidades que esperan respuesta al peor desastre natural de los últimos 15 años.
Hasta la fecha se contabilizan 19 muertos y más una decena de desaparecidos. Si bien el Ejecutivo no ha informado a cuánto ascienden los daños, se estiman pérdidas por $11 millones solo en el sector agrícola.
“Negligencia estatal”
Salvador Martínez, brigadista de la oenegé de rescate Salvamento-Ambiente-Resiliencia (SAR), recibió la fatídica noticia cubierto de agua y fango. Paso Ancho, su tierra natal, se inundaba. “Fue doloroso, pero decidí seguir trabajando, era más la necesidad de la gente allá arriba que en mi propia casa”, recuerda el rescatista, uno de los cientos de voluntarios que junto a los bomberos, personal de Sinaproc y la Policía –todos locales–, asistieron primero a la población casi en solitario entre el 3 y el 7 de noviembre –por cinco días– antes de que llegara la ayuda el Gobierno Central.
“Hubo un momento en que, sacando personas de Bambito, unos compañeros quedaron atrapados. Frente a ellos había deslaves y atrás el río cortaba la carretera; aún así nos mantuvimos ayudando”, cuenta Martínez, que perdió a su primo con Eta. Tenía 17 años y era parte del equipo de búsqueda de desaparecidos, murió en un deslizamiento de tierra. “Pese a todos los antecedentes de desastre, no estábamos preparados”, dijo.
Bambito, otrora centro turístico de Tierras Altas, fue parcialmente borrado del mapa por el río Chiriquí Viejo. En su avenida principal –o lo que queda de esta–, Lissette Sierra, una pequeña agricultora de la zona, contempla en silencio lo que quedó de su hogar, una mezcolanza de piedras, árboles y un camión de carga enterrado por la fuerza del río. “Hace más de 30 años que ocurren este tipo desgracias, debieron dragar el río o que nos reubicaran (…) ¿por qué esperar a [que haya] muertos y la destrucción?”, se pregunta Sierra, mientras que junto a sus hijas tratan de salvar algo de su casa y la de su hermana, ambas destrozadas.
Para Yuri Pittí, trabajadora social de Boquete y voluntaria en el terreno para la coordinación de donaciones, la situación social e institucional previa a la crisis se ha convertido en el principal lastre que dificulta la respuesta humanitaria. “Son demasiadas décadas de abandono del Estado, despilfarro, falta de inversión, calles sin mantenimiento (…) tuvimos que donar botas de caucho a algunos rescatistas. Las motosierras para abrir caminos eran de la comunidad y los gobiernos locales. En la práctica, han sido ellos quienes han cargado el peso de la emergencia”, cuenta la también activista de NiUnaMenosChiriquí, grupo que denuncia la violencia contra las mujeres.
Por su parte, el gobierno considera que los hechos no se pudieron prever. “Nadie puede predecir el rumbo de un huracán y las afectaciones colaterales del mismo”, contestó el viceministro de Vivienda y Ordenamiento Territorial, José Batista González, al ser consultado por La Estrella de Panamá.
Pero, ¿pudimos anticiparnos a esta tragedia? En opinión del geógrafo y estudioso de los fenómenos climáticos en la región, Jonathan González Quiel, había suficientes medios y recursos para prepararse, lo que sugiere una posible negligencia desde el Estado.
Tomando como ejemplo el caso de Cerro Punta, González explica que las características topográficas –pendientes pronunciadas en pocos kilómetros de terreno–-, los registros históricos de desastres en la zona –desde 1970 hasta hoy la zona que comprende el recién creado distrito de Tierras Altas, donde se produce el 80% de las legumbres y hortalizas que consume el país, presenta una secuencia cronológica de eventos asociados a huracanes, depresiones y tormentas tropicales– y las mediciones previas de las precipitaciones –Sinaproc supo por datos de la Empresa de Transmisión Eléctrica S. A. (Etesa) que las lluvias superarían la capacidad de saturación del suelo del área dado el alto volumen de lluvia registrado ya en octubre–, todo eso, daba “cuatro días antes del desastre una impresionante capacidad de predicción”, sostiene el investigador.
“El gobierno sabía que con solo 35 ml. de lluvia acumulada que cayó en 2014 hubo deslizamientos y murieron diez personas, allí están los registros de Cathalac (Centro del Agua del Trópico Húmedo para América Latina y el Caribe). Pese a eso, no fue hasta el 4 de noviembre que hubo evacuaciones, siendo que ya el día 1 de noviembre Sinaproc informó citando a Etesa que habría entre 100 ml. a 200 ml. de agua; terminaron cayendo hasta 195 ml., cinco veces más que en 2014. ¿Por qué no actuaron antes con esa información previa? ¿Por qué dejaron a los gobiernos locales y voluntarios evacuar solos las primeras horas de la crisis, que son cruciales? No es otra cosa que negligencia”, señala el geógrafo, que trabajó en un estudio sobre desastres en Tierras Altas con la Universidad McGill de Canadá.
“Son los pobres los que más sufren cuando llega un desastre así. Los descalzos, los que terminan mordidos por las serpientes”
JOSÉ FITZGERALD,
PÁRROCO DE SOLOY, COMARCA NGäBE BUGLÉ
Para el investigador, no se justifica que aun existiendo amplia evidencia que Tierras Altas –en la historia de desastres– es el lugar de Panamá con el mayor número de personas fallecidas por estos tipos de factores climáticos y aún así, no se tenga un sistema de alerta temprana ni de respuesta rápida.
Y es que Sinaproc, la principal entidad encargada de formular y dar marcha a los planes de gestión de riesgo, camina maniatada al funcionar tan solo con $5 millones, el mismo presupuesto desde 1996.
Los fondos que ha destinado el gobierno para atender los daños de Eta, unos $100 millones, son insuficientes, algo reconocido por el propio presidente Laurentino Cortizo. “Sí vamos a requerir recursos adicionales para solucionar los efectos que ha tenido Eta y probablemente (tenga el huracán) Iota”, adelantó el mandatario.
Desde el Ejecutivo se declaró el estado de emergencia y la autorización de un fondo excepcional de $100 millones a cargo del Ministerio de la Presidencia, adelantando que probablemente “se necesitarán recursos adicionales”.
En Soloy la noticia genera duda, su gente está curada de espanto luego de décadas de promesas vacías por los gobernantes de turno. Así lo ve Virgilio Rodríguez, artesano ngäbe de 65 años, que perdió todas sus cosechas en la corriente del río Fonseca. Vive temporalmente en la escuela Joaquina H. de Torrijos, un albergue con 241 damnificados. “No pueden estar jugando con el pueblo, llegan acá y nos utilizan”, dice el agricultor mientras reparte su atención entre abrir latas de tuna para echar a una olla común y unos niños descalzos que juegan cerca del monte. “Quisiera pensar que nos van a ayudar, pero me cuesta mucho creerlo”. Rodríguez detiene el cuchillo y le pide a las muchachitos que regresen a la escuela, preocupado de que los muerda una serpiente.
Fuente: https://www.laestrella.com.pa/nacional/201118/eta-testimonios-tragedia-desigualdad